Las historias están en el Viento
Hace 38 años, en 1980, el colectivo de actores que integraban Teatro Vivo, teatro social y político fundado en 1977, se vieron obligados a dejar Guatemala. Edgar Flores, Abel Solares, David Barahona y Carmen Samayoa continuarían haciendo teatro en otras fronteras, denunciando lo que ocurría en el país en aquella época.
En el marco del XII Festival Nacional de Teatro se realizó un homenaje a la actriz Carmen Samayoa (1957), que viajó desde Francia para recibir el reconocimiento y presentar la obra La mujer esqueleto.
La última presentación que tuvo en Guatemala fue hace 18 años con Teatro Vivo. Samayoa fue bailarina del Ballet Guatemala y estudió danza en la Universidad de Veracrúz, México, pero descubrió en el teatro. Estaba en su ADN.
Cuando el cuerpo dice lo que la voz tiene que callar

Foto: Carmen Samayoa en su presentación en el Teatro de Cámara Hugo Carrillo, CCMA. Foto: Diego Silva
¿Porqué decide dejar la danza y pasar al teatro?
Pasar de la danza al teatro significó para mi algo progresivo, pero desde el principio lo tuve claro. Intervinieron maestros importantes que hacían su trabajo con mucha conciencia. Maestros de la Escuela de Danza como Iris Álvarez, Christa Mertins, Roberto Castañeda… y definitivamente fue el encuentro en un curso de lenguaje corporal y de creación colectiva donde me encontré con gente de teatro. Significó poder conectar el entrenamiento riguroso de la danza con una conciencia social de lo que me rodeaba, y qué me cuestionaba, aunque no tenía en ese entonces, gran conciencia política, sí una sensibilidad a la injusticia. Ahí dije -puedo expresar lo que yo siento, lo que me preocupa, lo que pienso, y en colectivo.
¿Cuáles fueron la primeras obras en las que participó?
En ese encuentro de lenguaje corporal y gestual, que impartía el director español Francisco García Muñoz, teníamos un curso de creación colectiva, y creamos la obra “Pisto”, que cuestionaba las relaciones del hombre con el dinero. Eso generó una dinámica de grupo muy fuerte, con la idea de llevar el teatro a los lugares donde no llegaba. Estoy hablando del año setenta y siete, habían muchos asentamientos pos terremoto. Ese contexto influye en las creaciones futuras.
La segunda creación fue “el Mundo de los Burros”, sátira de las condiciones del país, de los ojos cerrados de la gente que no quiere ver su realidad, o que le impedían ver su realidad. Esa obra la llevamos a muchos lugares; después la seguimos presentado en el exterior, hicimos más de mil funciones… y a partir de esa obra empezamos a ser vigilados, y finalmente ser reprimidos, amenazados, por eso decidimos dejar el país en los años ochenta.
¿Quienes integraban Teatro Vivo?
El Director era Francisco García Muñoz, me voy a olvidar de la mayoría porque éramos muchos al inicio, pero en la segunda creación de “el mundo de los burros” eran Erwin Álvarez, Edgar Flores, Abel Solares y David Barahona. En los inicios estaba mi maestra y amiga Iris Álvarez, Rolando Cáceres, pero los que salimos al exilio fue Edgar, Abel y yo, David había salido antes.

Integrantes de Teatro Vivo, 1978-79. José Anzoategui, Erwin Álvarez, Edgar Flores, Carmen Samayoa y Abel Solares. Foto: Archivo de la actriz.
¿Considera importante hacer del arte, en este caso el teatro, una voz social y política?
Era una época, una generación que bebía las practicas y enseñanzas de Grotowsky; empezaba el tercer teatro, el teatro antropológico que se llama después con Eugenio Barba, discípulo de Grotowsky, y aquí habían experiencias de este tipo. Crecer en esa sociedad tan represora, estamos hablando de los años 77, 78, 79… muchas cosas no se decían. Yo me enteré de cuánto estábamos reprimidos en decir lo que pensábamos y sentíamos cuando salí del país, y vi como era en otros lados, comprendí hasta qué punto era la represión.
Entonces el cuerpo dice lo que la voz tiene que callar.
Tenía 20 años. Había hecho la escuela de danza, empecé a trabajar en el Ballet Guatemala a los 16 años de edad, era un privilegio, estaba asalariada, pero con Teatro Vivo renuncio al ballet ante la sorpresa de mis papás, pero renuncio porque pensé qué si no lo hacía en ese momento, no lo iba a hacer nunca, tirarme a ese vacío. Y era eso, hacer del teatro la profesión e imaginar pararse en la calle y pasar el sombrero con esa frescura de los 20 años.
¿Cómo se le da vida a las palabras a través del cuerpo y los gestos?
Yo tenía una formación corporal, el echo de intentar decir lo que sentía con el cuerpo fue una evidencia, pero el entrenamiento que había tenido permitió ese camino. Luego intenté haciéndolo dando clases, porque cuando uno intenta trasmitir, aprende, para concientizar.
El curso con Francisco, fue lo que unificó y surgió la necesidad de buscar también en nuestra propia gestualidad, observar al guatemalteco. Francisco me dijo alguna vez que buscara en la manera de mover las manos de los indígenas. En la danza uno trata de anclarse al suelo, yo tenía mucha admiración por la gente descalza, para saber cómo ellos se conectaban con la tierra. Esa observación fue enriqueciendo para poder comunicar a través del gesto. En un país donde se habla diferentes lenguas, la mayoría de nosotros los ladinos hablamos una sola, y ¿cómo nos vamos a comunicar con los otros?, eso era una motivación, un sueño, el cuerpo lo va a decir y la gente lo va a entender, aunque no entiendan la palabra.

Ensayo 1975 (Coreografía de Iris Álvarez). Aparecen Iris Álvarez, Susana Arévalo, Rolando Zuñiga, Lizette Mertins, Carmen Samayoa y Lissette Aguilar. Foto: Archivo de la actriz.
¿Es ahí cuando habla de indagar más en nuestros orígenes?
Sí, por el rompimiento que doy con la danza clásica que tiene bases muy concretas que corresponden a una anatomía que no es la mía. Era la necesidad de buscar una manera de expresarme, que corresponde a mí historia, a mí ADN, eso es fundamental. En esos tiempos era más intuitivo y se fue haciendo más consciente, sobre todo al viajar a México y Latinoamérica donde es muy obvio, por ejemplo en países como Colombia, con el teatro de creación colectiva del Teatro Experimental de Cali o del Grupo La Candelaria, ellos tenían un discurso más concreto respecto a esa necesidad de equilibrar nuestras raíces indias, negras y blancas.
¿Cómo ha sido llevar estas experiencias desde el exilio?
Nuestro teatro empezó a ser de alguna manera una posibilidad de hablar de lo que ocurría en Guatemala, y fuimos recibidos por gente que trabajaba por la solidaridad, por dar a conocer el genocidio que estaba ocurriendo en el país. Podíamos seguir haciendo esas obras, y el confrontarlas con públicos que no hablaban español nos impulsaba aún más a ejercer el lenguaje corporal para que éste comunicara. La gente recibía una descripción de la obra, traducíamos algunas cosas, sacábamos algunos carteles en inglés, pero el ejercicio era corporal.
Fuimos descubriendo, lo que hacíamos tenía que ver con la comedia del arte, con el teatro del oprimido. Pero verdaderamente había algo en el aire, las historias están en el viento, la historia que nos han negado está ahí en la tierra, en el viento, son cosas aprendidas de maestros como Joaquín Orellana. Uno es un canal, hay una historia, una memoria colectiva. La gente que hace teatro trabaja una cierta sensibilidad para poder expresarlo. Claro, hay que leer, observar y aprender.
Al principio le daba mucha importancia a que el gesto fuera claro, pensando llegar a todo el público sin que entendiera la lengua. Viajando se aprende que hay gestos que no significan lo mismo, según el país. Hay una verdad profunda que es la intención, hay que conectarse con esa emoción, y el gesto aunque no sea preciso como el de la cultura, es eso lo que va a comunicar, la intención.
¿ Y esa intención, para volver a conectarse lejos de Guatemala y seguir hablando de esos temas, cómo lograban ese proceso?
Siendo Teatro Vivo hasta el año dos mil que seguimos trabajando, la nostalgia ayuda, pero la última obra que hicimos intentaba reflejar la realidad de Guatemala. Ixoc, quiere decir mujer en quiché, la hicimos a partir de testimonios de mujeres refugiadas en las montañas, seguramente de las CPR, pero que fueron testimonios que llegaron a nosotros cuando no eran libros.
Esa obra fue como el cierre, después empezamos a crear obras que hablan más de la relación entre América y Europa. No podía pretender hablar de una realidad en la que no estoy conviviendo. Se han vuelto cosas más íntimas y personales, como lo que presenté, La mujer esqueleto, y los otros trabajos como Por qué el conejo tiene las orejas largas, que es para niños y se inspira en historias mayas.
Hacer teatro significó conectarme en la búsqueda de mi identidad, que no la abandoné en Europa. Incluso, preferí elegir donde vivo (Francia). Pude vivir en España, pero sentí que ahí tenía que ser asimilada, y en Francia, la distancia de la lengua, no tenemos un pasado colonial tan evidente como España, iba a permitirme seguir indagando en el pasado que no conozco y que necesitamos equilibrar, es decir, indagar en nuestro origen indígena y negra.
Actualmente en Francia, la temática del teatro que realizo tiene que ver más con Latinoamérica, esa es mi inspiración.
Su visita a Guatemala es a partir del homenaje que se le hace por el mes del teatro. ¿Cómo recibe el homenaje, y cómo han sido estos encuentros cada vez que regresa al país?
Me fui cuando tenía 23 años, y tengo la fortuna de ser recibida con mucho cariño. Pienso que es un homenaje no solo hacia mí, sino a los que podemos y pudimos regresar porque muchos no pudieron, los mataron, murieron en el exilio, porque están lejos y no han podido regresar, entonces me parece que tengo ese privilegio, y me siento bien. Creo que a veces también me siento muy mal.