Espectros de la justicia: reflexiones a partir de La llorona de Jayro Bustamante[1]
*Ensayo de Carlos Gerardo Orellana.
¿Es posible donar lo que no se tiene?
Jacques Derrida, Espectros de Marx (2012, p. 40).
Un fantasma recorre la casa del general Enrique Monteverde. Es el fantasma de la memoria. Como todo fantasma, no tiene un aquí porque está en todos los sitios y en ninguno. Su presencia es y no es: existe en ese momento preciso en que dudamos de su existencia. Es el oxímoron de certeza y ambigüedad. No es el espíritu rector, sino su (no) aparición, su contradictoria materialidad inmaterial. Además, su presencia incomoda; su mirada encierra la seguridad de una acusación, la fuerza de un castigo. El fantasma guarda una relación con el pasado, o más bien, con la memoria, y este vínculo despliega un compromiso, una invitación a pensar el porvenir, una promesa o cuando menos, un apremio, una pregunta.
La llorona es la película más reciente de Jayro Bustamante. Revisita y actualiza de forma original la leyenda homónima. Ha sido estrenada este año, con una entusiasta recepción de parte de la crítica tanto guatemalteca como internacional. Recomiendo en este sentido el ensayo de Mónica Albizúrez, La llorona de Jayro Bustamante, intranquilizar la quietud del victimario. Sobre todo, la película ha sido bien recibida por el público que la ha visto, según se percibe en las redes sociales. Con ella tuvimos la oportunidad de disfrutar de la actuación de muchas de las actrices y los actores con quienes Bustamante ya había trabajado. Además de una sinergia de actuaciones fabulosas, que dialogan con una producción y una ambientación muy bien trabajadas, La llorona destaca por tratar temas especialmente importantes para la sociedad guatemalteca actual: la memoria y su compleja relación con la justicia. Me gustaría hablar en este breve texto sobre la forma en la que la película trata estos temas, en diálogo con las reflexiones que el filósofo argelino Jacques Derrida escribió sobre los fantasmas y sobre el marxismo en un ciclo de conferencias titulado Espectros de Marx, dictado en California, cuatro años después de la caída del Muro de Berlín. Entonces, el marxismo había sido declarado difunto por los economistas liberales y, sin embargo, sus espectros asediaban, al igual que cuando Marx escribió el Manifiesto. Fue en ese momento de apremio cuando Derrida escribió esas conferencias para pensar los espectros del marxismo, los «espectros de Marx».
¿Podríamos decir que la Llorona es un espectro? No lo sé. Su leyenda es muy popular en buena parte de Mesoamérica. En mis primeros encuentros con ella, con su relato, la gente me decía que se trataba de un espanto. Su presencia era transferible a los lugares donde aparecía: «no te vayás por tal camino, ahí espanta la Llorona»; o a personas: «a tu tía la espantaron cuando fue al cementerio. Está espantada». La escuela donde estudié era famosa y temida por los espantos que cobijaba cuando quedaba vacía. El carácter particular y local de la palabra espanto, que puede ser adscrito tanto al fenómeno sobrenatural como a una persona o un lugar, o a un momento histórico es algo de lo que no hablaremos. Un tratamiento de este tema de los espantos en la poesía de Humberto Ak´abal puede encontrarse en la tesis de Julio Urízar, Aproximación a las representaciones del miedo en la obra poética de cinco escritores mayas contemporáneos guatemaltecos (2014).
Antes de hablar sobre la película, hago una acotación fantasmática sobre las leyendas, que parecieran ser fantasmas en sí mismas: historias que nunca llegan a definirse por completo. Que aparecen siempre con matices cuyo núcleo tiene que ver con el mito, y «el mito es, en cierto modo, el modelo de cualquier relato» (Gutiérrez, 2011, p. 182). Cada leyenda es distinta y a la vez idéntica al fantasma que la (in)define. Se manifiestan actualizándose, revisitándose. Aparece, como aparecen sus personajes en el mundo material. No pueden ser anacrónicas, o más bien: el presente es anacrónico a ellas. No envejecen porque un fantasma no puede envejecer. No están sujetas al paso del tiempo. Si existen, su actualidad es permanente.
El general frente a su fantasma
La trama de La llorona se desarrolla, en su mayoría, en la casa del general Monteverde. Se centra en los días que sucedieron a la condena de un juicio por genocidio y crímenes contra la humanidad. La escena de una mujer maya que da su testimonio ante un tribunal es una de las más fuertes de la película. Esta escena junto con otras que suceden fuera de la casa funcionan como un preámbulo para la aparición de Alma, la Llorona, interpretada magistralmente por María Mercedes Coroy. La casa del general será entonces asediada desde dos frentes: por un lado, los ciudadanos inconformes que manifiestan y que apelan a algunos de los recursos de la memoria: las fotografías de las personas desaparecidas, que con frecuencia vemos «empapelando» las paredes del Centro, las consignas con los nombres de estas personas desaparecidas, entre otros. Vale la pena elogiar la forma en que se reprodujo el espíritu de una manifestación popular, el ritmo de los tambores y las consignas (por unos momentos me sentí brincando al ritmo de la Batucada del Pueblo frente a la casa presidencial, aunque soy de los brincan poco en las manifestaciones). El otro asedio del general será el de su memoria culpable, un fantasma.
El fantasma existe solo en la medida en que está en el tránsito de no hacerlo. Su no presencia habilita la posibilidad de su presencia. Existe, a pesar de que no debería de hacerlo. Difiere del espíritu en tanto que «El espíritu, el espectro, no son la misma cosa, tendremos que afinar esta diferencia, pero respecto a lo que tienen en común, no se sabe lo que es, lo que es presentemente. Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia» (Derrida, 2012, p. 20).[2] El fantasma es intempestivo. Está ahí, sin verdaderamente estar ahí; y por eso está en cualquier momento, tanto en el pasado, como en el presente y en el porvenir. Su presencia es intemporal.
Mientras los asedios suceden, el general Monteverde irá, poco a poco, haciéndose pequeño. Su presencia será una continua degradación. En una de las primeras escenas de la película, cuando Monteverde se prepara para enfrentar el proceso penal, se nos presenta con una severa serenidad, rodeado por un grupo de hombres cómplices a quienes reprende con autoridad. Esta autoridad paulatinamente se irá desmoronando hasta concluir en la pérdida completa de la cordura, acompañada por su deterioro físico: sus pulmones, la forma en la que se mueve por la casa, su sueño intranquilo. Cada vez, el general se hace más insignificante, se hace más evidente su pequeñez. Además, va sufriendo el abandono de las personas que lo rodean. Quienes primero lo dejan solo son los otros generales que lo apoyaban con temor en las primeras escenas. Luego lo abandonan los trabajadores y las trabajadoras de la casa; finalmente pierde la confianza de su hija: «¿Tú cómo conociste a Valeriana? ¿Por qué tú no querías al papá de Sara?» (mins. 59-60). Su esposa se rehúsa a dormir en su cama. El general se queda solo, frente a su fantasma.
En la secuencia de abandonos del párrafo anterior, es Valeriana quien más tiempo lo acompaña. Valeriana, que es interpretada por María Telón en otra actuación impecable, es la trabajadora fiel, la que es «casi como de la familia»; aunque en ese casi despliega una barrera infranqueable, construida por el racismo y el clasismo. Valeriana no puede ser de la familia aunque talvez efectivamente lo sea en términos de consanguinidad. En una de las conversaciones que Carmen sostiene con su hija, Natalia (Margarita Kénefic y Sabrina de la Hoz, respectivamente, en otras dos actuaciones brillantes) se insinúa la posibilidad de que compartan un parentesco de primer grado. Una barrera de clase diferente, pero igualmente fuerte es la que se establece entre Natalia y Letona, quien fracasa en sus intentos por establecer vínculos de afecto con ella.
Letona, el oficial que está a cargo de la seguridad de la familia, propicia de alguna manera una imagen de seguridad, firmeza, juventud. Monteverde es, de alguna manera, su espejo. La argucia que guarda la guerra para su propia conservación: Letona representa la permanencia de la violencia y la opresión; pero sobre todo, nos recuerda el asedio fantasmal. Su presencia nos advierte de la inminencia de un peligro. Es el signo más claro de la vulnerabilidad de la familia, y del general, en particular. Comenzamos a intuir el agujero en que se hunde cuando le dice: «le voy a poner su chaleco, mi general». En realidad, lo que le está diciendo es: «su vida corre peligro». Cuando Alma entra en la casa y él dice «nadie abre esta puerta sin mi autorización», en realidad está diciendo «ustedes dependen de mí, pues están en peligro». Pero su seguridad está construida sobre dos pies de barro. Letona es neutralizado por dos fantasmas, un niño y una niña, que lo toman de las manos y nada puede hacer a partir de ahí para defender a quienes protege por dinero. ¿Acaso estos niños son los hijos de Alma, asesinados? ¿Acaso muere, Letona? Me quedo con la respuesta que dan usualmente las leyendas: «se lo ganó la Llorona».
Abandonado queda el general. Se vuelven impotentes todas sus armas conforme enfrenta estos dos asedios. Pareciera que él mismo, conforme la película avanza, va convirtiéndose en un fantasma. Uno que no reclama memoria, sino que implora olvido. Pero la memoria es fuerte. La fuerza de la memoria es descomunal, y no será olvidado. No lo olvidaremos.
¿Dónde está la justicia?
La lectura de la película centrada en el personaje del general es pobre si la comparamos con las posibilidades que ofrecen los demás personajes. La lectura más rica es la que se establece a través de las relaciones de las mujeres de la trama. Es a través de estas interacciones donde radica la (im)posibilidad de la justicia, que a mi parecer, es uno de los grandes temas que la película aborda.
Alma es una mujer joven, pero en realidad, su juventud no tiene edad. «¿Cuántos años tienes?/No me acuerdo», dice al ser interpelada por este asunto (1:16), en su última aparición como Alma. Desde el principio el personaje se presenta como un enigma. Su presencia se vuelve inquietante para los personajes con quienes interactúa. Pareciera cargar siempre con la gravedad del duelo. Nunca ríe, excepto en una única escena, en la que juega con Sara, la niña de la casa (Ayla Elea Hurtado). En las demás, es la personificación del misterio. Alma es uno de los muchos fantasmas de la memoria doliente, antípoda de la memoria feliz que sería la conclusión a la que, según Ricoeur, llega el trabajo de duelo como rememoración. Alma es un duelo inconcluso. Alma es y no es. Sus respuestas transitan entre la certeza literal y la sospecha lo insondable. Esta sospecha no es cómoda. Sus interlocutores la eluden, o prefieren dejar de preguntar. El fantasma de la memoria no es un fantasma feliz, porque la memoria ha sido negada, sobre todo, en la casa del general: ese espacio íntimo, habitado por fantasmas y construido con mentiras endebles, constantemente debilitadas. Pero no solo ahí se niega la memoria. La disolución de la condena por la Corte de Constitucionalidad es la negación de la memoria a nivel de las instituciones del Estado, que se convierte en cómplice de esta negación.
Esta negación es el detonante de las manifestaciones populares, pero también evidencia algunas distancias insalvables. Una es la que existe entre la justicia y el derecho positivo representado por las instituciones corruptas y personificado por el abogado tranza del general. La otra brecha es la que existe entre la justicia popular y la justicia del tribunal de la que nos advertía ya Foucault. Esta segunda brecha se ve expuesta en sus dos planos, entre el tribunal de justicia cuya sentencia fue anulada, y la condena del pueblo que manifiesta pacíficamente frente a la casa.
Según Derrida, la justicia tiene cabida únicamente bajo la forma del don, y el don, como veremos es imposible. La justicia es algo que se dona… donar la justicia, y no hacerla (Derrida, 2012, p. 39). «Se trata, en primer lugar, de un don sin restitución, sin cálculo, sin contabilidad» (Ídem). No está inscrita en el horizonte de la deuda, sino en el de la donación. Únicamente podría donarse la justicia en el carácter mesiánico de «la venida del otro como singularidad absoluta e inanticipable del y de lo arribante como justicia» (Ibíd, p. 42). Únicamente con ese encuentro frontal, con la vivencia imposible de los padecimientos del otro, podríamos acercarnos mínimamente al fenómeno de la justicia en un tiempo descoyuntado, ajeno a la ideología de la linealidad del tiempo. La justicia, de darse, podría ocurrir solo en un tiempo sin tiempo, sin coyuntura, un tiempo «descoyuntado», dice Derrida (citando a Shakespeare: The time is out of joint).
Bien, ahora hay que preguntarnos, ¿cuál es la estructura del don desde donde puede tener cabida justicia? ¿Qué es un don? Para explicarlo de manera criminalmente reductiva, hay que recurrir a otro libro de Derrida, anterior a Espectros de Marx. Es en Dar (el) tiempo donde Derrida explica el carácter imposible del don, y cualquier pensamiento sobre él como un pensar hacia lo imposible. «En último extremo, el don como don debería no aparecer como don: ni para el donatario ni para el donador. No puede ser ni haber don como don más que si no es/está presente como don» (Derrida, 1995, p. 23).[3] El don implica la gratuidad completa e imposible. Si este carácter de la «donación» es percibido por una de las dos partes, inmediatamente el don se anula. El don es, pues, un nombre de lo imposible. Al anularse, el don entra en el circuito de la economía, ese movimiento circular que establecen los bienes, pero no solo los bienes… también los afectos y las ofensas pueden tener cabida en él. El don tiene el carácter, en su gratuidad plena, de fracturar el círculo económico, de quebrantar la razón económica, pero la única forma en que puede hacerlo es no-siendo. Es decir, para que exista, el don tiene que no-existir. Sin embargo, al centro del círculo de la economía está el don… es esta compleja inexistencia la que le da fuerza, la que activa el motor de la circulación, del ir y venir económico. «Porque, a fin de cuentas, el desbordamiento del círculo mediante el don –si lo hay- no conduce a una mera exterioridad inefable, trascendente y sin relación. Dicha exterioridad es la que pone en marcha el círculo, ella es la que da movimiento a la economía» (Derrida, 1995, p. 38).
Ahora me gustaría hacer la lectura siguiendo la argumentación de Derrida sobre la estructura del don, y la imposibilidad de la justicia suscrita a ella. Pues pienso que hay dos vías claras para entender la justicia que la película apela. Una se da leyendo la trama a través de la relación entre Alma y el general. Esta justicia está suscrita a la venganza, parte del mismo principio de simulacro de justicia del que parten las instituciones. Esta noción, según Derrida, aunque es limitada, es la única justicia posible. La justicia plena es negada por el encuentro con la alteridad: no se puede vivir otra vida ni sentir lo que la otra siente. Hay una barrera, infranqueable por la filosofía y por las personas, que nos impide experimentar la otra vida, y la otra muerte. La radicalidad del fenómeno de la muerte demuestra el carácter total de esta barrera: «nadie puede arrebatar al otro su morir», nos recordaba Heidegger, y ahí radica la imposibilidad no económica de la justicia.
Pero en La llorona hay una lectura de la justicia más profunda: la que se nos presenta con la relación que Alma establece con las mujeres de la casa, que conviven y padecen los últimos días demenciales y fatídicos del asedio. Esta relación se inicia, en un principio, con Valeriana. Ella tiene con Alma una relación de origen. Comparten el pueblo del que la violencia las hizo desplazarse. La diferencia entre ellas está en la pérdida del vínculo con este pueblo. Después de 27 años, el vínculo de Valeriana con la tierra se ha visto deteriorado. La relación entre ellas dos está en una lógica diferente de la relación establece Alma con las «otras» mujeres de la casa. Es con Sara, Carmen y Natalia con quienes Alma tiene un encuentro más radical, y más profundo. Sara pareciera conocer el duelo de Alma, e intuir la manera en que su abuelo la dañó. En un momento, hay un intento de esta relación con Natalia, cuando Alma le pregunta por el padre de su hija:
¿Cómo era el papá de Sara?
-¿Sara te habló de él?
-Ella quiere saber cómo es y dónde está. El papá de mis hijos era bien flaco, y se reía mucho.
¿Él dónde está?
-No sé.
¿Te abandonó?
No, ¿y a vos? ¿Te abandonaron?
-Nunca supe (1:10).
Carmen es quien más sospechas y desconfianzas tiene con relación a Alma. Sin embargo, es con ella con quien sucede un encuentro frontal que la hace revivir, o vivir en carne propia, en el espacio pleno de posibilidades que ofrece el sueño, la historia de Alma. El acto de justicia no económica que sucede en la película no se da con la muerte del general. La justicia se da con la «exposición no económica» de la otra. Esta es una justicia que surge en un tiempo cuya distancia permite esta disyuntura, un encuentro siempre parcial, siempre mínimo, con la vida de la otra persona. Un encuentro que se da entre dos mujeres. Este encuentro nos da una noticia de la imposibilidad de la justicia; que se hace posible únicamente en el no-espacio –o en el espacio espectral– del sueño. Vale decir que sucede aquí un encuentro imposible: Carmen vive el asesinato de Alma, vive la muerte de la otra, ejecutada por su propio esposo.
Este espacio onírico acaso sea el tiempo descoyuntado del que habla Derrida. Un espacio que abre la posibilidad de algo que va más allá de la justicia económica basada en la venganza, aunque su realización sea imposible. Se trata de una relación que llega a concretar sus propios deseos, a vivir su propia vida y separarse de ella únicamente en el momento de su muerte. Solo la muerte de la otra logró separarlas, aunque me quedan mis dudas de si en el momento crítico del asesinato de Alma, si muere también la esposa del general en los sueños, o si la separación se da solo como un recurso cinematográfico para mostrar el desdoblamiento del personaje.
Carmen muere la otra muerte sin morir, en una revelación epifánica. En ese momento, logra vislumbrar la justicia como don en el tiempo del sueño. Fractura ahí el círculo de la justicia económica, pero esta fractura no es realizable en la materialidad de la vida. En el momento en que despierta, esta posibilidad se cierra, y ejecuta la justicia material de la venganza asesinando a Monteverde: el simulacro de justicia contenido en la venganza, como asesinato.
Últimas palabras
La llorona es una película genial en muchos sentidos. En principio, su realización está muy bien cuidada. El relato no tiene desperdicios. La historia del juicio y la condena de guardan paralelismos evidentes con la historia reciente del país, que aluden directamente al juicio contra Efraín Ríos-Montt, condenado por genocidio y absuelto luego por dictamen de la Corte de Constitucionalidad de aquel entonces. En relación con esta anulación, Marta Elena Casaús dijo: «Esta decisión, mal fundamentada jurídicamente, parcial e incongruente según diversas fuentes jurídicas, es tan rocambolesca como arbitraria y no contó con el consenso unánime de los miembros de la Corte» (Casaús, 2019, p. 33).
La película es fenomenal, entretenida. Construye un relato que reivindica la memoria de manera sobria y respetuosa. Evidencia el debilitamiento del discurso negacionista, acuerpado y respaldado por lo sectores de la derecha conservadora. En la película, las acciones de las instituciones se ven débiles, ante la fuerza con la que se dice la memoria. La aparición de este tipo de relatos, desde el cine, demuestra que la anulación del juicio –el delito de genocidio volvió a comprobarse en 2018, luego de la muerte de Ríos Montt–, fue tratar de tapar el sol con un dedo. También señala una ruta original y novedosa para recuperar estos relatos, y poblar con ellos la industria del entretenimiento. Junto con Nuestras madres, ambas películas tienen una postura clara sobre hacia dónde hay que voltear a ver para comprender este tiempo, nuestro presente descoyuntado, anacrónico acaso a una historia que sucedió, pero que sigue sucediendo y que nos asedia, al igual que a Carmen, desde nuestras pesadillas. Ojalá que este ensayo sea uno entre los muchos posibles diálogos que pueda generar esta película.
Referencias:
Casaús, M. (2019). Racismo, genocidio y memoria. Guatemala: F&G.
Derrida, J. (1995) Dar (el) tiempo. (trad. C. Peretti). Barcelona: Paidós.
_____ Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (trads. J. Alarcón y C. de Peretti, 5.ª ed.). Madrid: Trotta.
Foucault, M. (1979). Microfísica del poder (trad. F. Valera y F. Álvarez-Uría, 2.ª ed. ). Madrid: Ediciones de La Piqueta.
Gutiérrez, F. (2012). La mitocrítica de Gilbert Durand: teoría fundadora y recorridos metodológicos. Thélème. Revista complutense de estudios franceses, 27, pp. 175- 189. Recuperado de https://revistas.ucm.es/index.php/THEL/issue/view/2237
Urízar, J. (2014). Aproximación a las representaciones del miedo en la obra poética de cinco escritores mayas contemporáneos guatemaltecos [tesis de grado]. Guatemala: Universidad Rafael Landívar.
Anexo
Es interesante cómo en Guatemala, específicamente en la ciudad capital, pero también en otras ciudades numerosas, el comunismo sigue estando presente como un fantasma en el discurso hegemónico. La acusación de comunista va de la mano siempre con interpelaciones peyorativas, que contravienen los valores fundacionales de la sociedad capitalista neoliberal: la familia, el trabajo y el nombre de la democracia. A pesar de que las democracias socialistas, llamadas durante el siglo XX con el nombre de socialismo real, hayan dejado de tener una existencia material, es precisamente el discurso hegemónico el que mantiene vivo el comunismo como un fantasma que asedia, como la amenaza omnipresente de un orden. El principal uso de esta amenaza es fortalecer el monólogo discursivo de la hegemonía, y justificar acciones violentas para mitigar cualquier posibilidad de disenso. Es por ello que en Guatemala, como en muchos países que se dicen democráticos, son precisamente las acciones que fortalecen la democracia las más peligrosas, las más amenazantes, y contra las que el orden hegemónico lanza sus embestidas más hostiles; entre ellas, la acusación de comunista.
En una entrevista a Jayro Bustamante publicada recientemente en la página de Instagram de La llorona, el director comenta que la película es la culminación de un tríptico en el que aborda «Los tres grandes insultos que a mi parecer en Guatemala causan separación y discriminación más que cualquier otro, que son ‘indio’, ‘hueco’ y ‘comunista’; y entonces [en] esta película se ataca a ese insulto de comunista que es todo aquel que defiende los derechos humanos» (Bustamante, Instagram, 2020).
Escuché la entrevista luego de haber escrito este texto. No me di cuenta, en su momento, de las muchas veces que es dicho el adjetivo de «comunista» en tono peyorativo. Sin embargo, no puedo sino aplaudir el tratamiento de este «insulto» con una película de fantasmas. Derrida nos recordaba, en el texto que tantas veces cité que Espectros fue el primer título que Marx pensó para su Manifiesto. Habría que seguir explorando esta ruta de reflexión, centrando el análisis en la palabra «comunista» como insulto, que es el sentido planteado en un primer momento por su director.
[1] Agradezco la oportuna lectura y las recomendaciones minuciosas de Ángel Orellana, que con su apasionado recorrido en la obra de Derrida, me ayudó a ajustar los últimos detalles de este texto.
[2] Énfasis en el original.
[3] Énfasis en el original.
*Carlos Gerardo Orellana, es un escritor guatemalteco (1987). Ha publicado los poemarios Interperie. Poemas y ruidos (el cual obtuvo el premio de Poesía Praxis 2019), Genealogías (2017) y Música rara (2015). Además, ha escrito cuentos, poemas y ensayos críticos sobre literatura publicados en diversas antologías y revistas, tanto en Guatemala como de Hispanoamérica.