Cuando escribir se convierte en un Ritual desde la soledad
El escritor guatemalteco, Rafael Romero, vive en Madrid, España, y en los próximos meses publicará un nuevo libro bajo el sello de la editorial española, Tregolam. La entrevista audiovisual la realizamos en su última visita al país. Y el siguiente texto es una descripción hecha por el escritor sobre esa nostalgia desde dónde nace su más reciente libro.
EPIFANÍA DOMÉSTICA DE LA NOSTALGIA PURA
Por Rafael Romero
Aún tengo muy presente la tarde, aquella tarde, en la que decidí por primera vez escribir un cuento. Llevaba meses intentándolo con textos que yo consideraba «poemas», y mi intención, pues, era explorar, desde la ingenuidad de un muchacho de diecisiete años, otro género. No sabía hacia dónde quería llegar, no tenía prevista la idea de un horizonte. Simplemente me había emocionado con las lecturas de por aquel entonces (mis primeras lecturas) y quería imitar, pretendía hacer lo mismo. No recuerdo el mes, pero probablemente estábamos en mayo porque llovía a chorros. Como solía hacerlo, me encerré en mi cuarto, me senté en el escritorio, metí papel en la máquina de escribir de mi papá y en un par de semanas había escrito dos sendos «cuentos» largos, larguísimos: Delicatio (26 páginas) y Procesión clínica (41 páginas), ambos densos, herméticos, desbocados y, evidentemente, mal logrados (de hecho, por vergüenza, ni siquiera los llegué a digitalizar años más tarde cuando mi hermano y yo compartimos nuestra primera computadora). Pero ahí estaban y, junto con mis primeros «poemas» (del mismo estilo, y cada vez más en número) supusieron un génesis, el inicio de «algo».
A partir de ahí, se podría decir que descubrí el gusto por la escritura; en mi caso, un proceso naïf que funcionaba perfectamente para satisfacer mis necesidades de entretenimiento; porque escribir siempre ha supuesto para mí eso: un entretenimiento, una necesidad lúdica. Sin embargo, con el paso de los años, tomé conciencia de que además de un proceso lúdico, debía tratarse de algo más. No sólo debía ser «escribir por escribir», sino más bien «crear», o «recrear» dentro de un contexto estético, literario; intentar, pues, «hacer literatura». Este fue uno de axiomas más recurrente en nuestras conversaciones universitarias allá por el año 1999, cuando ingresé en la Facultad de Humanidades luego de dos años inciertos en la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacia de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Para ese entonces, yo ya tenía acumulada una buena cantidad de textos; sin embargo, desconocía si estaba transitando por el camino correcto o, en el menor de los casos, si me estaba aproximando a él.
Reconozco que haber coincidido primeramente con André Chocó y más adelante con Julio Avendaño, Edgar González, Valerio Reyes, Samara Pellecer y Guillermo Díaz, entre otros, fue determinante para irme «fogueando» en mi empeño por escribir. Aquellos encuentros diarios me sirvieron no sólo para ir desarrollando una especie de autoexigencia sino también para afianzar mi dedicación por invertir gran parte de mi tiempo libre en la lectura y en la escritura. Para finales del 2005, si mal no recuerdo, llevaba escritos unos ciento veinte relatos breves y no tan breves. Los había agrupado en varias carpetas, según su estilo, su extensión, pero sobre todo, según su «calidad» literaria, desde mi todavía pobre punto de vista.
Sin embargo, todo o mucho iba a cambiar luego de mi primer año de residencia en España. Me matriculé en un curso de narrativa, en la desaparecida Escuela de Letras de Madrid y ahí, gracias a los consejos de Recaredo Veredas, uno de mis profesores, saqué algunas conclusiones: el camino no había sido precisamente el correcto, sí, pero ya había recorrido un buen trecho, y había valor en ello; por lo tanto, estaba a tiempo de rectificar y de no desaprovechar la dinámica que ya traía de Guatemala. La idea era, entonces, continuar escribiendo, pero desde otras perspectivas adquiridas. Ese encuentro con una realidad inédita y totalmente novedosa, en donde me encontré con que mis relatos despedían «cierto exotismo» (sic), finalmente me llevó a reflexionar y a tomar una decisión: debía empezar de cero e iniciar una nueva ruta, aplicando todo lo aprendido durante el curso. Como no podía ser de otra manera, surgió entonces la interrogante de qué hacer con todo lo ya escrito: ¿desecharlo?, ¿rescribirlo? Lo más sencillo para mí fue simplemente conservarlo, archivarlo, que sería lo correcto.
Pasados unos meses, recuerdo que volví a las carpetas de aquellos relatos con la idea de seleccionarlos, de realizar una especie de criba y ver si podía «rescatar» algo. Fue la primera vez que me movió la nostalgia, que me movió el valor emocional que tenían (y siguen teniendo) esos textos. Fue de una primera selección que apareció, gracias a la mediación de Vania Vargas, Génesis y encierro, en Editorial Cultura. Una segunda selección dio origen a Entelequias, que Estuardo Prado acogió en una renovada Editorial X. Finalmente, una tercera y última selección me permitió armar Kermesse. Luego de un primer intento editorial, en el que se me informó que las puertas estaban abiertas pero que les gustaría un material «más reciente», entendí que lo más sensato era no continuar tocando más puertas, ya que posiblemente me ocurriría lo mismo. Y con razón, los años pasan y, quienes me conocen, saben que algo (no sé si poco, no sé si para bien) he mejorado y/o evolucionado en mi escritura.
Fue entonces cuando opté por cerrar por mi cuenta esta cadena de ciclos y nació la idea de Epifanía doméstica de la nostalgia pura[1], un libro que, de nuevo movido por la nostalgia (nótese que el título ya incluye esta suerte de enfermedad mía), reúne una porción significativa de cada una de las tres selecciones (textos ya publicados y algunos más inéditos), como para dar fe de esa época en que la escribía sin pensar en más que en eso: en escribir y entretenerme. Además de la consabida nostalgia por continuar dándole vigencia y que se alejen un poco del olvido inmediato, me mueven otros motivos. Uno de ellos se llama «versatilidad». Sí, porque en esos años no me había enfocado en las dos o tres obsesiones que me preocupan ahora; mis preocupaciones (si es que se le pueden llamar así) eran diversas y escribía de todo lo que se me pudiera ocurrir sin ceñirme de manera tajante a temáticas, a tendencias, a modas. Lo cierto es que mucha de aquella versatilidad se ha perdido, o quizás está hibernando en alguna parte de mi fuero interno, no lo sé. Otro motivo es el feedback que he ido recibiendo de todo tipo de personas (amigos, conocidos…) desde que los libritos empezaron a hacer su recorrido público. Más que cumplidos y felicitaciones, me he quedado con algunos aspectos que la lectura les ha brindado y en los que han coincidido. La experiencia de haber sacado a la luz estos relatos post-adolescentes y juveniles, pues, no ha sido mala: me ha servido para verme, para reconocerme, para avanzar… aunque también para añorarme.
Reunirlos es la mejor manera de preservarlos, como si se tratase de una familia numerosa que, a pesar de los gajes y las vicisitudes, a pesar de las personalidades y comportamientos de cada miembro, siempre permanece unida. Reunirlos, en definitiva, es intentar que se sientan menos solos, es insuflarles tantita vida.
Más que relatos, chispazos, epifanía.
Más que experiencias vividas, obsesiones gestadas en el calor de lo doméstico: el hogar materno.
Más que literatura, nostalgia pura.
Madrid, 2018
[1] Será publicado por Editorial Tregolam (España) en mayo o junio, aproximadamente.