Arte indigenista, no folclórico
Cuando era niño, Carlos Chávez quería ser como su abuelo, agricultor. Se escapaba de la escuela para acompañarlo al campo. Pero en los años post terremoto vio a un señor, al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda, pintando un paisaje en la calle. Se acercó y se impresionó. El pintor conversó con él y le contó sobre la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Ese día cambió su destino, pero no lo que lo definiría como artista.
“Dentro del mundo indígena, cuando uno nace, las comadronas pueden saber cuál será nuestro destino. Mi mamá me molesta diciendo que yo iba a ser un guía espiritual, pero como no lo acepté, me tocó hacer arte. Ella dice que los dioses me ubicaron. Y sí transformó mi mundo”.
Pasaron los años y se inscribió en la ENAP. Ahí volvió a encontrarse con aquel señor, esta vez como su maestro; el pintor Luis Álvarez, uno de los paisajistas más connotados de Guatemala.
Así fue como Carlos, originario de San Juan Sacatepéquez, llegó al mundo del arte.
En su búsqueda por tener un estilo propio, se resistió a realizar arte conceptual o abstracto. “Hay arte conceptual que no es accesible a la gente, para mí es vital que el arte les llegue a todos”, dice.

En sus inicios dibujó en blanco y negro, en la época de los ochentas. Dibujos a los que llama viscerales y grotescos. Fueron publicados en revistas de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Foto: Diego Silva
Indigenista, no folclórico
Lo han llamado el pintor de los diez colores, pero se describe como un artista figurativo, con una línea accesible para la gente y, de utilizar colores que únicamente lo acercan a su identidad Kaqchikel. En los güipiles de su madre ve su pasado y presente, tejidos que lo llevan a la necesidad de reafirmarse como parte del pueblo maya.
“Vivo en un mundo castellanizado. Me desligué de mi pueblo y en un momento pensé crearle una identidad a mi trabajo. Una amiga venezolana me decía que yo era el pintor de los diez colores. No tengo una gran gama de colores, lo que trato es recordar los tejidos de mi madre, los colores de San Juan. Como vivo desligado de mi pueblo, hay una necesidad de reafirmarme como parte del pueblo kaqchikel”.
Visita los mercados y observa. Concentra su atención a escenas que suceden dentro de todo ese colorido en el que las mujeres son el epicentro de lo que ocurre alrededor. Señoras amamantando a sus hijos o cansadas, casi dobladas durmiendo sobre sus ventas. Otras, caminando con grandes cargas de verduras sobre la cabeza, el bebé en la espalda y otro adelante sostenido de la mano. Ve un “paralelismo entre mujer y tierra”, dice.
Mujeres casi solas, solas, con nostalgia, mujeres acosadas, agredidas, abandonadas, pero también mujeres con liderazgo y carácter acompañan los paisajes despoblados que integran su obra plástica. Una obra que también habla del rompimiento en el tejido social que dejó la invasión española, y la guerra en Guatemala.
“Desde el inicio de nuestra historia ha existido la intención de hacernos invisibles, entonces, trato de reafirmarme con mis imágenes. Mi trabajo de alguna manera es indigenista, no folclórico”.

Foto: Diego Silva
Amores inconclusos
“Amores inconclusos. La gente cree que son amores personales, pero parte de esos amores es ese rompimiento que hubo con la tierra. La gente está acostumbrada a cuidar su tierra, sus plantas. Cuando se da ese rompimiento, es como romper con un amor, además de las relaciones familiares, hombre y mujeres, hijos…”
Desplazamientos, migraciones y éxodos que dejó el conflicto armado en Guatemala centran sus temas, colores y expresiones que se dejan ver en los rostros de sus personajes. “En la población indígena muchos tuvieron que desplazarse. Se cortaron relaciones familiares. Se trató de trastocar la identidad, un rompimiento del Ser con la tierra. Para el mundo indígena la tierra es vital, y muchos tuvieron que desplazarse, despojarse de sus trajes porque tenerlos significaba ser perseguido. Es la razón por la que también mis personajes solo utilizan mantos sin definir algún grupo mayense. Eso en un sentido. Por otro lado, utilizo colores laminados. La idea de eso es que cuando los iban a perseguir salían huyendo y solo lograban tomar un plástico para adentrarse a la selva”.
Rostros toscos, mantos, tierra, montañas, mujeres, hombres, frutas, machetes, pueblos abandonados, pájaros vomitando luz que se convierte en flores son parte de los muchos simbolismos que utiliza en sus obras.
“Cada vez que voy a mi pueblo, veo los güipiles de mi madre. Ella es una especie de maestra para mí. Me habla con una filosofía empírica. En un momento tuve una regresión, me desprendí de la academia y fui a mi mundo. Me cuesta interpretar cuando hablan de la guatemalidad, yo encuentro a Guatemala en los pueblos, no en septiembre y sus banderas. Le digo a mis sobrinas -su traje es nuestra bandera”.

Carlos, pintando una de sus más recientes obras. Foto: Diego Silva
Desde hace más de una década vive en Antigua. Su casa también es su estudio. Un cuarto pequeño decorado con sus pinturas que cuelgan de las paredes. Es el lugar donde pasa la mayor parte del tiempo, pero sale todas las mañanas a caminar. Por las tardes a tomar café, donde hace apuntes y bocetos en servilletas.
“El arte es una especia de virtud y condena. De virtud porque no toda la gente tiene la habilidad de pintar, pero, una especia de condena porque siempre estamos al tanto de lo que acontece en lo social y político, no solo en lo local, sino en regiones más alejadas de Guatemala y otros países. Todo lo que afecte al ser humano nos afecta como artistas, creo. A veces, no quisiera escuchar más, pero soy un afortunado y tengo que transmitir algo para la gente”.
Algunos de sus maestros fueron Grajeda Mena, Dagoberto Vásquez, Max Sarabia, también conoció a Marco Augusto Quiroa y Erwin Guillermo. Además de tener influencias de Rolando Ixquiac Xicará y Oswaldo Guayasamin
“No vivo en bonanza, el hambre no espera, pero no puedo dejar esto. No sé hacer otra cosa”.