*Fausto Rosales
Autor
LA SIMETRÍA DE LOS BORDES
Lo más valioso que tengo lo heredé de Mildred, una anciana indisciplinada que gustaba, al final de sus días, de leernos las cartas, del café y del cigarro. De ella aprendí muchas cosas, era una señora en los negocios, sus palabras eran cortantes, imperativas; convencían. Mildred había personificado al diablo toda su vida, una exestafadora profesional, la cual, cayó en manos de la justicia un domingo de resurrección, cuando intentó robar la corona de oro de la Virgen de los Remedios en la iglesia homónima y enviarla a un coleccionista de antigüedades sacras en Beirut.
Seductora cuando hacía falta, agente de viajes cuando se sentía monótona, mula cuando había que hacer amistades. Pagaba con cheques sin fondos y tarjetas clonadas la vida que no podía pagar con el trabajo “aburrido, común y corriente”. Su condena de veinticinco años por múltiples delitos a los cincuenta y las desavenencias que la vejez causa en la manera de ver la vida, hicieron de Mildred alguien, digamos, un tanto más mesurado. Era exactamente todo lo que yo nunca había sido, ni seré, me causaba una atracción especial esa mirada que consumía mi atención, esos ojos eran como dos posas cristalinas, sin fin, haciendo juego con su piel marchita y el cigarrillo rubio en sus labios. Sus historias hervían mi imaginación. Murió de enfisema pulmonar, ya muy anciana, según ella “de cualquier forma, tarde o temprano tiene que suceder”. Luego de su muerte y sin familia que se sintiera digna de vincularse con su pasado, en su testamento me heredó sus propiedades a mí, su única amiga.
Yo cuidé de Mildred sus últimos años, cuando veía fantasmas y gatos negros, cuando perdió la fuerza en sus esfínteres y tosía coágulos de sangre. Ella también cuidó de mí, me explicó que Dios es una alegoría perfecta, un silogismo lógico, un acertijo sin respuesta, un adjetivo que no califica, una oración dubitativa, es un invento; puede ser que el más perfecto de todos. Pero en esta historia Mildred solo juega una pieza, indispensable por supuesto, de todo el engranaje logístico que con el Obispo habíamos elaborado.
Desde chica siempre fui muy aburrida, fui siempre lo que se esperaba de cualquier niña bien portada. Amo la limpieza y me causa placer ordenar cosas, he sido siempre así. Recuerdo que en mi primer año de colegio la maestra me premiaba, por ser la única niña obediente y me dejaba utilizar la plastilina y las temperas a mis anchas, fue allí en donde me enamoré de los colores y de las formas. Recuerdo con asombro y asco ver cómo los demás niños se comían los crayones y la cola adhesiva, se embarraban la ropa con pintura; eran para mí como salvajes. Yo adoré mantener siempre la simetría de los bordes.
Copiaba dibujos de un libro de anatomía que había en la librera de casa, esa fue mi segunda escuela, y lo hacía cada vez con más exactitud, mi padre era médico y mi madre profesora de historia en la universidad. Ellos conocían al Padre Elía, un hombre peculiar, extranjero, con una presencia muy llamativa, magnético y siempre con la frase indicada para toda ocasión. Aprendí también que los sacerdotes son personas con cierta autoridad y que hablan en nombre de un Dios. Padre Elía visitaba mucho nuestra casa, se había convertido en una presencia habitual para mí. En su cumpleaños cuarenta decidí hacer un retrato a lápiz de su rostro, hasta el momento había sido mi mejor trabajo, todos decían que había logrado captar en un dibujo fielmente su personalidad. En la sala parroquial se veía el retrato que presumía siempre como: la obra maestra de una niñita prodigio.
En mi adolescencia seguía dibujando como un pasatiempo placentero, pero no sabía a qué me quería dedicar. Un año antes de mi graduación Padre Elía, quien se convirtió en mi padrino y guía espiritual, me hizo una propuesta irresistible. No podía creer que a mis diecinueve años estaría viviendo en otro continente y mucho menos estudiando arte en una universidad prestigiosa. Esos cinco años serían para mí como la primavera de mi vida, aprendí mucho, me enamoré, desenamoré, me desenamoraron y me volví a enamorar. No hablo solo de alguien, hablo también de la vida en general, de alguna comida, de algún vicio, de cosas, costumbres o lugares.
El Padre Elía fue quien corrió con todos los gastos y mis padres me enviaban algún dinerillo extra para “lujos o caprichos”. Viví como desenfrenada. La única condición que se me planteó fue regresar al quinto año y así fue, además regresé graduada con honores, esa fue mi tercera escuela.
Al regreso, y ya con veinticuatro años, me preocupaba emplearme y Elía, como siempre, tenía la solución para eso, con su recién asenso a la curia como Obispo de la diócesis más importante del país, venía mi hora de pagar.
Una semana después de mi regreso me convocó a una reunión importante, yo sería la encargada de la restauración y mantenimiento de todas las obras artísticas antiguas que adornaban las iglesias del centro de la ciudad y de paso las de los edificios gubernamentales. Fue tiempo de mucha actividad. Al siguiente año pasé de ser una encargada regional a ser directora de restauración y conservación del patrimonio artístico de la nación. Elía no solo era el Obispo, no era una simple figura religiosa, estaba dentro de la estructura política del estado como uno de los principales asesores. Es correcto cuando dicen que el verdadero poder es el que no se ve.
Él tenía un plan más para mí, uno que no me había revelado. Fue en ese momento que Mildred apareció en mi vida. Recuerdo que fue camaradería a primera vista, tenía un semblante muy amigable, una forma de ser extravagante y las maneras de una emperatriz.
Trataba de “cariño” a Elía y él no podía despegar los ojos de su escote de mujer fatal. El plan ya había sido probado antes, pero no había ido bien, faltaba una pieza indispensable, el pincel y el ojo de un artista que estuviera familiarizado con el arte colonial. O sea: yo.
Una de las piezas más impresionantes que adornaban la Catedral era la representación barroca de la Ascensión de Jesús, un cuadro del que conocía cada pulgada cuadrada, pero esta vez, se me pidió hacer una réplica exacta de él. Además de replicar la obra, tenía también que ser convincente al darle el toque antiguo de la pátina, había que ser perfeccionista con obsesión, imitarlo todo, absolutamente todo. El óleo a través del tiempo se cuartea, es decir, se resquebraja, y esas grietas son igual de únicas que el propio cuadro. Elía me lo propuso, y lo primero que vino a mi mente fue: falsificación de obras de arte sacro.
En efecto, el Obispo era el engranaje político, Mildred el engranaje comercial y yo la artista. Era todo un negocio millonario del que ganaríamos los tres por partes iguales. El contacto estaba deseoso de ampliar su colección privada, y yo pasé seis meses encerrada en una celda del claustro de la Catedral copiando el cuadro. El resultado fue impresionante, sin embargo, mi copia no sería la que se iba a vender, mi copia sería la que iba a quedar empotrada en la catedral.
Después de recibir medio millón de billetes, me di cuenta de que podía emular la sublimidad de un cuadro de trescientos años del que no sentía ninguna filiación o algo en común. Me di cuenta de que esa había sido mi cuarta escuela. Con ese primer cuadro, vinieron cinco más, Mildred había viajado a demasiados países, en primera clase, conocía el circulo de falsificadores de cada esquina del mundo, conocía a los tasadores de arte y a los coleccionistas más exquisitos. Yo la acompañé en algunos de sus viajes de negocios: Martini Emiratos, Dubái taconea, rascacielos Shangay, exposición MET, foto Elíseos, pasarela Cibeles.
Mi obra maestra sería una escultura de un metro ochenta del mismísimo Jesucristo. Elía mandó a pedir dos troncos de cerezo, supongo que de muy lejos, una inversión importante. El trabajo tenía que quedar impecable, la gente pasaba horas viendo contemplativamente el rostro de ese Jesús, estaban familiarizados con cada pliegue de su túnica, con todas las ondulaciones de su barba y cabello, era un ícono religioso, un tótem, un ídolo. También esculpí un Jesús Nazareno, una Virgen del Rosario y un Niño de pesebre. Nadie notó la falta de los originales, los míos sabían engañar muy bien, pero no producían milagros.
Recuerdo perfectamente el día en el que atraparon a Mildred, ella le tenía afición a coger con curas, decía que no había cosa prohibida que le excitara tanto como cumplir las fantasías sexuales de esos pobres hombres condenados al celibato, le excitaban los perros lastimeros. Las piernas de Mildred eran como dos retablos barrocos, eran arte, incluso ella decía que su cueva era sagrada, que la lubricación de su vagina era como agua bendita, que sus vellos púbicos eran el sucedáneo de la barba de Dios en esta tierra, porque allí se oficiaba cada domingo la misa de media noche. Ya había robado joyería sacra: rosarios de plata, pañuelos bordados con hilo de oro, también copones y demás utensilios sagrados antiguos. Sin embargo, su obra maestra le costó veinticinco años de vida.
En su juicio, nunca nos delató, era una dama incluso cuando tenía puestas las esposas y un overol gris. La corona de la Virgen de los Remedios jamás fue encontrada, pero una cámara de vigilancia oculta descubrió a la Virgen hablando con Mildred, ambas lloraron por al menos una hora, se contaron sus problemas, sus carencias, sus anhelos frustrados y como era de esperarse, Mildred la mal aconsejó, según sea de donde se analice es posible que al mismo tiempo la haya aconsejado bien. La Virgen le regaló su corona y le dijo que valía mucho y que procurara gastar el dinero en vivir al máximo la vida, que hiciera todo lo que ella nunca había podido hacer por estar detrás de un escaparate.
*Este cuento forma parte del libro Actividades en desuso (Editorial Boyante, 2020), segunda publicación del escritor guatemalteco Fausto Rosales.